martes, 22 de enero de 2013

Es septiembre otra vez (recuerdos desfasados)


Es septiembre otra vez, y la primavera chilena entra a raudales en la capital de Chile. Encerrada entre montañas, la ventolera de la estación se agradece, porque se lleva en algo la bruma persistente del esmog.

Y es que septiembre en estas tierras tiene esa virtud de traer el cambio de estaciones, y no estamos hablando solo de climas y nubarrones. No debe ser casualidad que en este mes se concentren fechas históricas que incluyen masacres varias, independencia nacional, golpes de estado y la muerte de Pablo Neruda. Todo apretado en un mes voraz y duro, donde el invierno se resiste a dejarnos y nos ofrece sus últimas garúas y neblinas. Y la patria se celebra y se emborracha con tenacidad.

Nuestra celebración de este año incluyó un feriado que partía en tres días formales pero que fácilmente podía llegar a nueve jornadas de jolgorio.

Y claro: entre tanta celebración y remolienda, las efemérides se las va llevando el viento y a uno se le olvida ir escribiendo algo para cada una de ellas. Quizás la más sonada mundialmente sea la del 11 de este mes. Ya se sabe: Salvador Allende inmolado en la Moneda y Pinochet haciendo su estreno en la farándula de lo siniestro con sus lentes oscuros y su voz nasal anunciando El Nuevo Orden.

Si me centro en mis propios recuerdos de esa fecha, la verdad no es tanto el once mismo lo que recuerdo como los días que siguieron. Yo tenía ocho años y ya comprendía algo del desastre que caía. Por eso quizás mi entendimiento de niño se abrió y captó perfectamente las señales de la historia ante mis ojos. Septiembre de mil novecientos setenta y tres es para mí los días posteriores. El sobrevuelo día y noche de los helicópteros. El toque de queda a las tres, a las cinco o a las seis de la tarde. La fábrica a cinco calles de mi casa donde los obreros resistieron tres o cuatro días, hasta que el ejército entró con artillería. Los vecinos que celebraron con jarana el derrocamiento, mientras en mi casa se quemaban credenciales del partido, afiches comprometedores y se enterraban libros y discos.

Para mi, septiembre del setenta y tres es mucho más que el once. La vecina enfermera, que volvió a casa una semana después desde el hospital donde trabajaba. Su delantal bañado en sangre más que seca, abrazando a su marido en medio de la calle, donde su llegada suspendió el juego de nosotros, los niños de antaño.

Septiembre del setenta y tres es mucho más que un mes. Mi padre, (sereno en esos tiempos), le explicó a algunos vecinos pinochetistas lo que se vendría. Medio año después, cuando ya muchos de ellos habían sido despedidos de sus trabajos, los brindis por la caída de Allende se habían extinguido en la noche de otro año, muchos años. Más de uno de esos vecinos, dignamente, fue a decirle a mi padre que tenía toda la razón, y casi le pidieron disculpas por haber celebrado junto a nuestra devastación, allí, al otro lado del muro, en patios contiguos.

Pero septiembre sigue siendo mucho más que una o dos fechas. Septiembre nos pasa la máquina como si nada. Este septiembre de ahora, con sobrevuelos de modernas aeronaves para la Parada Militar, con charreteras y perros adiestrados, no es mejor ni peor que otros septiembres. Nos despeinará y nos enfriará la piel. Nos ofrecerá su retorcida primavera. Arrastrará papeles y basuras varias por alamedas que nunca han sido abiertas del todo. Quién sabe si ahora, en esta noche de septiembre, otros niños tejen sin saber sus propios recuerdos de cambio de estación. Que así sea no más: que el tiempo cambie, y nos haga mutar a nosotros, en caída libre hacia el futuro.


Pablo Padilla Rubio

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